Es frecuente que ninguna de estas palabras circule mucho por las cabezas de los responsables de las emisoras públicas, universitarias, cultas, no comerciales (en el fondo tampoco importan mucho los muchos nombres que toman las emisoras que en últimas nos identificamos por no ser comerciales, es decir, por no tener como meta principal de nuestra actividad el lucro).
Siguiendo una larga tradición que viene de las viejas emisoras estatales europeas de pre y posguerra (décadas de los años 30, 40 y 50 del siglo pasado), las emisoras sostenidas por dineros públicos se acostumbraron a no ocuparse de la audiencia. Se acostumbraron a tomar las mediciones de audiencia, aparecidas primero, y las de hábitos de consumo, aparecidas después, como algo útil solamente para las emisoras que, por ser comerciales, tienen que entregar a sus anunciantes cifras de cuántas personas las escuchan, como patrón de medida que permite fijar costo a la pauta publicitaria. El problema es que las emisoras públicas también necesitan saber quién las oye, si son pocas o muchas personas, si lo que programan gusta o no, interesa o no, es útil o no. En fin, en cuanto medios de comunicación masiva tienen necesidad de saber si en efecto son masivos o solo los escucha la «inmensa minoría».
Es ya una vieja, y por desgracia no abolida, discusión entre los que se ocupan de las ciencias sociales la oposición entre lo cuantitativo y lo cualitativo. Quienes argumentan en favor de que los medios públicos nos olvidemos de los temas de audiencias, oyentes y consumidores, generalmente se muestran inclinados a recomendar estudios de carácter cualitativo. Nada de encuestas, ni de muestreos, ni de números o cifras. Solamente estudios cualitativos. El punto es que sin números las cualidades son engañosas. No hay duda, por ejemplo, de que la música clásica tiene su grupo de oyentes que aún la quieren escuchar por radio; la pregunta inevitable es ¿más allá de la importancia de este grupo, son más o menos que los que quieren que la radio les programe noticias? ¿cómo saber a cuál grupo atender si solo se tienen 24 horas de programación?
Por el camino de lo cualitativo, sin ocuparse de su correlación con lo cuantitativo, las radios terminan programando lo que les gusta a sus responsables. No hay otro límite que la opinión de quienes las programan. Argumentos para sostener estas decisiones suelen ser muchos y variados: desde el más tradicional de que así se ha hecho siempre en la buena radio, hasta los más pobres de que lo programado es importante porque así le parece a esta o aquella persona que sabe mucho justamente de eso que programa.
Mientras tanto las emisoras se mueven camino del autismo, definido por el diccionario como «Trastorno mental en que el individuo se concentra en su mundo interior y tiene una capacidad muy limitada de relacionarse con lo que le rodea». De forma similar las radios pierden capacidad justamente de conectarse con el único mundo que es imprescindible para una emisora: el mundo de quienes la escuchan.
En su condición de medio masivo, una emisora tiene que tener claro quiénes la escuchan y cuántos son. Es cierto que no basta con esto, pero por alli se empieza. En el mundo contemporáneo ningún medio de comunicación, que quiera merecer su nombre, puede ignorar a quienes lo consumen. Es mucha la oferta, es mucha la necesidad de buena oferta y solo es buena oferta la que ofrece utilidad para grupos importantes de oyentes.
Ya lo dijo Bertolt Brecht, en un texto pionero de cuando la radio tenía escasos 10 años de ser medio de comunicación:
«En mala situación está un hombre que tiene algo que decir y no encuentra oyentes. Pero todavía están peor los oyentes que no encuentran quien tenga algo que decirles».
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